Se abrió de pronto esa puerta a otra realidad y me sentí de nuevo en casa. Los árboles me saludaban con hojas de estalactitas talladas desde un corazón de esmeralda que palpitaba a través de esos capullos transparentes. El agua se colaba a través de esas ramitas hechas de perlas y facetas diamantadas y florecía en miles de cristales. Los rayos del sol rebotaban de un gigante a otro y hacían de ese bosque la casa de los mil espejos, donde yo me veía sin rostro, sin cuerpo, sin mí. Yo era yo. Era todo lo que había y era todo lo que era. Yo estaba.
El bosque me nació desde adentro y se arraigó en aquel rincón muy mío de la tierra. Translúcido, etéreo... como una pared de aire entre tu mundo y el mío. Un viento circular soplado por las alas de las mariposas y otras alas que suelen asomarse por ahí daba vueltas entre las hojas y me devolvía una brisa pura, con aire de sal y gusto a néctar que me abría los pulmones hasta dejarlos fuera de mí.
Era como estar parada en un fondo del mar que se había escapado de sus pies de arena y había cristalizado el agua en forma de troncos, pinos, piñas... Era nieve iridiscente en pleno verano, cuentas de luz en plena noche, estrellas pulsantes al alcance de mi mano.
Y estaba allí para mí, para cada vez que me atreviera a pisarlo. Puedo soñarlo, puedo pintarlo, puedo añorarlo... decido vivirlo. En algún resquicio caprichoso de mi andar, me vuelvo a econtrar con el bosque de cristales y entonces me acuerdo de quién soy. Me pierdo en el bosque y, mientras allí pasan los días y los años con la lentitud efímera de la eternidad, vuelvo a este mismo instante en el que compartimos este suelo, como si nunca me hubiera ido. O quizás sí, porque vuelvo con otro brillo en la mirada y hay quien me mira sin palabras y sabe también cómo buscarme en aquel bosque.
María Ivana Croxcatto
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