Miguel estaba ya cansado de llevar la cabeza inundada de ese silencio áspero que sabía no era más que un disfraz de cal puesto encima de un muro vibrante de grafittis.
Los ojos vidriosos, la espalda pesada y la cintura anudada por un corsette invisible pero asfixiante le pesaban todos los días como un recordatorio agobiante de que quizás, sólo quizás, el camino que había emprendido hace mucho no era, como él creía, para toda la vida.
Y si tenía sueños nuevos, y si entendía otros lenguajes, y si sentía un mundo diferente escondido tras las paredes de este mundo tan familiar con el que convivía todos los días, y si respiraba otro aire, y si conectaba con otras miradas, y si sentía otra energía... ¿por qué no cambiar de rumbo?
De pronto había vuelto a sentir un entusiasmo que lo confundía, una alegría infantil que lo avergonzaba, una confianza imposible en sus propias metas y en su capacidad de lograrlas. No sabía muy bien de dónde había salido todo eso. Fue como haberse despertado un día con el televisor prendido en un canal cualquiera, que ni siquiera existía en la grilla, y desde donde una voz extraña pero cercana le describía sin tapujos sus miedos, sus demonios, sus dolores, le escupía en la cara sus penas y sus desesperaciones, tan sólo para que las viera blanco sobre negro y pudiera entender el mísero reinado que ejercían sobre él.
Desde ese día, ya no podía mirar a la cara a sus compañeros de oficina sin verles un reflejo de luz detrás de los ojos, ya no podía levantarle la voz a alguien sin ver dibujado en el aire el trenzado macabro de un juego de poder repetido hasta el cansancio, ya no podía reírse de bromas insulsas que dividían cada rincón del universo en nosotros y ellos, en los de afuera y los de adentro, en los de arriba y los de abajo. Porque él ahora era él y ellos, estaba adentro y estaba afuera, estaba arriba y estaba abajo.
Pero... ¿un cambio de rumbo? El silencio ensordecedor que sonaba en su mente le gritaba que era lo único que podía hacer: dejar todo y empezar de nuevo. Desaprender lo aprendido. Dar un salto al vacío. Enfrentarse a la incertidumbre. Ir haciendo camino al andar. Buscar la meta en cada momento y dejar que un paso guíe al otro. ¿Ese cambio de rumbo? ¡Era el más escalofriante de todos! ¿Y ya no saber qué vendría después? ¿Y no poder calcular el resultado? ¿Y no poder asegurar el resultado? ¡No!
Pero cada noche era más eterna que la anterior. La almohada era un enemigo, las sábanas, su mordaza, el alba... el alba era una bendición. Se acababa el silencio de la noche y el abrazo del día, aunque estrafalorio, bullicioso y altanero, lo contenía, lo aturdía y lo llevaba sin que él tuviera que decidir rumbo de nada. A trabajar, a defenderme si me agreden, a agredir si me ofenden, a responder si me provocan y a masticar las penas solo cuando llegue de vuelta a casa y a conformarme que hay muchos que están peor.
Y el silencio seguía patéandole las sienes noche a noche. Si al menos pudiera dormir. Pero se sentía culpable como para dormir. Sabía que algo... su cuerpo, su mente, su alma, su alter ego, su espíritu... algo le estaba pidiendo que prestara atención a sus manos crispadas, a su cara de espanto, a su garganta rasposa, a su piel ajada. Algo le estaba suplicando que se desencadenara y se desmoronara de una vez por todas. Algo le estaba reclamando que dejara de sostenerse en pie a fuerza de tozudez y que se tirara de cabeza en el río que todo lo envuelve. Que se dejara arrastrar, que se dejara llevar, que se dejara amanecer en una orilla desconocida donde se hablan palabras nuevas y se oyen voces de otras tierras. Que dejara de ser Miguel para ser Miguel y que oyera ese silencio que buscaba salir.
Bajó esa noche del departamento y fue a sentarse al banco de la plaza que había enfrente. Se tiró de espaldas sobre el banco y se quedó con la vista fija en la flor abierta y generosa del palo borracho. La vio recortada contra la negrura del cielo, y se la imaginó al alcance de la mano. Se olvidó del recuadro que los edificios formaban a su alrededor y se vio frente al cielo despejado del desierto, envuelto por miles de estrellas que lo miraban a los ojos, con una brisa suave que le traía sonidos lejanos, pero tan verdaderos que iban levantando el silencio que ocupaba su cabeza. Los grafittis de su propio muro comenzaban a desenrocarse. Letras vivas, calientes, llenas de vida, se iban levantando hasta mostrarle en su propio escenario un mundo dinámico, lleno de luz, de energía, de fuego. Supo que no había conflicto entre quién era, quién había sido y quién estaba queriendo ser: eran todos partes de un mismo cristal facetado. Supo que se había quedado mirando siempre la misma cara de ese cristal sin atreverse nunca a darlo vuelta, sin animarse a mostrar sus otros lados. Supo que no había un antes y un después del cambio: el cambio era el antes y el después. Supo que dejar hacer era permitirse ser y admiró la flor del palo borracho por ser ella, sin resguardos, sin pretensiones, con un silencio latente, que hablaba de vida y de posibilidades. No como su silencio sórdido, de tapones para no escuchar.
Y se quedó dormido ahí, de cara a la noche. Sin miedos, sin temores. Y con letras de graffitis que le chorreaban hasta el piso.
Iva
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